miércoles, 7 de julio de 2010

Qué hipócrita.

Cierras los puños, aprietas los labios, frunces el ceño y alzas la barbilla. Deseñosa, altiva.
Murmuras entre dientes, para ti misma, que se llama orgullo. Sólo eso. Orgullo. Orgullo roto. Orgullo dañado. Orgullo magullado. Orgullo herido en lo más hondo.
Y no hay nada más que te debore por dentro.
Es sólo ese sentimiento el que te hace comportarte como una descarada cuando le ves con ella. Es eso, el orgullo, lo que hace que esboces unas sonrisas amargas, que recuerdes cada día en el que tú y sólo tú fuieste la reina de su mundo. Es eso también lo que hace que se te encoja el alma cuando les ves juntos.Y el orgullo te impulsa a gritar, ¿verdad?, a dejarte llevar, a saltar, a vivir la vida dando tumbos, salir a la calle a resfregarle a ese estúpido idiota que tú también le has olvidado. Que tú por encima de todo, por encima de él y de su estúpido encanto, estás dispuesta a comerte el mundo.
Ahá, sí. Claro.
No hay nada, no puede haber nada más, ¿Cierto?
Orgullo.
Casi te ries de ti misma.
Qué hipócrita.

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